El matrimonio fue establecido por Dios en el Edén, y confirmado por Jesús para que fuera una unión para toda la vida entre un hombre y una mujer, en amante compañerismo. Para el cristiano, el matrimonio es un compromiso con Dios y con el cónyuge, y debería celebrarse solamente entre un hombre y una mujer que participan de la misma fe. El amor mutuo, el honor, el respeto y la responsabilidad constituyen la estructura de esa relación, que debe reflejar el amor, la santidad, la intimidad y la perdurabilidad de la relación que existe entre Cristo y su iglesia. Con respecto al divorcio, Jesús enseñó que la persona que se divorcia, a menos que sea por causa de relaciones sexuales ilícitas, y se casa con otra persona, comete adulterio. Aunque algunas relaciones familiares estén lejos de ser ideales, el hombre y la mujer que se dedican plenamente el uno al otro en matrimonio pueden, en Cristo, lograr una amorosa unidad gracias a la dirección del Espíritu y a la instrucción de la iglesia. Dios bendice a la familia y quiere que sus miembros se ayuden mutuamente hasta alcanzar la plena madurez. Una creciente intimidad familiar es uno de los rasgos característicos del último mensaje evangélico. Los padres deben criar a sus hijos para que amen y obedezcan al Señor. Deben enseñarles, mediante el precepto y el ejemplo, que Cristo es un guía amante, tierno y que se preocupa por sus criaturas, y que quiere que lleguen a ser miembros de su cuerpo, la familia de Dios, que engloba tanto a personas solteras como casadas.
Gén. 2:18-25; Éxo. 20:12; Deut. 6:5-9; Prov. 22:6; Mal. 4:5, 6; Mat. 5:31, 32; 19:3-9, 12; Mar. 10:11, 12; Juan 2:1-11; 1 Cor. 7:7, 10, 11; 2 Cor. 6:14; Efe. 5:21-33; 6:1-4